Aunque la primavera aún no ha desplegado todo su esplendor, el primer aliento de marzo ya insinúa su llegada. A medida que los días se alargan y la luz gana terreno, los parques comienzan a salpicarse con pinceladas de color. Aún son pocas las flores abiertas, pero es imposible pasear sin toparse con algún destello vibrante entre el verdor. Este despertar floral transforma el paisaje y el ánimo de quienes se detienen a observar.
Uno de los protagonistas indiscutibles de este espectáculo es el durillo (Viburnum tinus), con sus racimos de pequeñas flores blancas que iluminan cualquier rincón. Este arbusto, omnipresente en jardines y espacios urbanos, es un aliado clave para la biodiversidad, atrayendo insectos beneficiosos. Mientras tanto, las camelias (Camellia japonica) siguen su lenta pero constante floración, desplegando su belleza en tonos que van del blanco al rojo intenso. Sus pétalos, de textura casi porcelanosa, conviven con los de las magnolias (Magnolia x soulangeana y Magnolia stellata), cuyos capullos carnosos han comenzado a abrirse, despertando la algarabía de las abejas.
En el suelo, las plantas vivaces inician su renacer. Las milenramas (Achillea millefolium), que parecían dormidas bajo el frío, brotan con pequeñas hojas plumosas, anunciando la inminente explosión de vida. Es un fenómeno común en muchas especies resistentes, que prefieren deshacerse de sus partes más vulnerables en invierno para reaparecer con tejidos frescos y vigorosos con la llegada del buen tiempo.
Pero si hay flores que llevan semanas adelantándose al calendario, esas son los azafranes (Crocus) y los narcisos (Narcissus). Los primeros, delicados y efímeros, asoman tímidamente entre la hierba. Los segundos, en cambio, irradian alegría con su gama de blancos, dorados y anaranjados, atrapando la mirada de los paseantes. Junto a ellos, las pequeñas chirivitas (Bellis perennis), las verónicas (Veronica persica) y las espiguillas (Poa annua) tapizan los parterres con sus diminutas flores.
Los arbustos, por su parte, también muestran signos de impaciencia. El granado enano (Punica granatum ‘Nana’) hincha sus yemas, anticipando la explosión de hojas nuevas. Si se observa con atención, casi se puede sentir el flujo de la savia acelerándose bajo la corteza, un latido vegetal que anuncia la inminente llegada de días más cálidos.
Es un momento perfecto para detenerse en un banco soleado, mirar hacia las copas desnudas de los árboles y dejarse envolver por el canto de los pájaros. Un verdecillo revolotea entre las ramas, un petirrojo reclama su territorio, mientras un mirlo rebusca entre los arbustos de piracanta (Pyracantha coccinea). Cerca del suelo, los eléboros (Helleborus), que han resistido el invierno con estoicismo, observan con asombro el estallido de nuevas hierbas a su alrededor. La fumaria (Fumaria officinalis), con su discreto arco iris de tonos suaves, se acerca sin miedo, formando parte de este tapiz de vida.
Los frutales tampoco se quedan atrás. Las yemas de almendros (Prunus amygdalus), ciruelos (Prunus domestica), albaricoqueros (Prunus armeniaca) y melocotoneros (Prunus persica) se hinchan y se yerguen, preparándose para el gran espectáculo floral que está por venir. Entre ellos, los abejorros, supervivientes del invierno, vuelan con renovada energía, eligiendo su banquete entre los innumerables jaramagos (Diplotaxis spp.) que pintan de amarillo los campos abiertos.
La primavera aún no ha llegado del todo, pero en cada rincón del jardín ya se siente su inconfundible promesa.